[perdone, pero ya no creo]

se levantó temprano. la cama se había vuelto incomoda, por más vueltas que daba no lograba conciliar el sueño. entonces se metió a la ducha, el agua fría bajaba por su cuerpo y hasta cierto punto traspasaba para curar las heridas del alma. se vistió, desayunó yogur, un cereal y la taza de café para terminar de programarse, porque los últimos días el piloto automático había tomado el control. cada día era igual: trabajar, saludar, sonreír, comer, clases, tareas y dormir y al día siguiente la tortuosa rutina empezaba de nuevo.

no había nada nuevo, nada para salvarse, nada para perderse, absolutamente nada de nada.


el finde se diferenciaba por el letargo, por hundir las horas y el cuerpo en sueños porque ni siquiera en este plano sucedía algo que pudiera romper el rueda monótona de las horas grises.


parecía que había muerto algo, como que le hubieran arrancado el corazón y puesto, en su lugar, un bonito reloj, que marcaba los inicios de las actividades. no vivía ni sobrevivía, ya no era, simplemente estaba. y estaba como una sombra.


ese día en medio del tedio nocturno, del calor tropical que anunciaba la semana santa, en medio de la tediosa clase de psicología, en medio del monólogo parsimonioso y insoportable del catedrático, levantó la mano por inercia para interrumpir y exclamó: perdone, pero ya no creo más.


todos sus amigos se quedaron mudos, siempre había defendido el amor, por sobre todas las cosas. siempre había abanderado y escudado hasta las cruzadas más absurdas en nombre de cupido y ese anuncio apocalíptico era el comienzo de una nueva era, una nueva era gris y sombría.


el profesor se quitó los lentes e inquirió: ¿cómo dice?


volvió a repetir: perdone, pero ya no creo. el amor no existe.

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