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¡ponga trampas, ponga trampas y va caer!, me aconseja mary después de haberle dicho que ya tengo todo, todo, todito para mi boda, excepto la víctima. entonces reflexiono en algo que siempre he sabido: no sé cazar.

no tengo el instinto, ni la paciencia, ni la fuerza, ni el olfato para seguir el rastro, ni la constancia, ni la estrategia adecuada. no poseo la habilidad de acechar a la presa, estudiarla detenidamente para saber sus puntos débiles y fuertes y atacar en el momento justo para que caiga. tampoco puedo crear mapas para identificar lugares idóneos para las tácticas.

no, no, no… no puedo cazar.

las veces que lo he intentado, he fallado. entonces, me decepciono y me deprimo, porque siento que todo lo hago al revés: que si necesitaba tiempo, no lo doy; que si no hay que atacar con todo, voy con todo. AHHHHH! no sé qué hacer. a veces pienso que es mejor ni siquiera intentarlo.

y es que las pocas relaciones amorosas que he tenido han surgido porque alguien se ha acercado a preguntarme o a decirme. es decir, lo habitual ha resultado como iniciativa del otro no mía, y muchas veces he respondido que sí, simplemente por curiosidad, por ver qué pasa, porque ya está bien avanzada la relación y es el paso lógico que se debe dar. además cuando yo quiero, ¡puf! el otro no, por tanto mejor no doy ningún paso y me quedo quietecito.

sí, es error, muy grave porque quien no arriesga no gana, pero cansa este juego y eso de andar por la vida con lo más básico, sin armas, te deja tan desprotegido que mejor no tocar nada y que quede todo cómo está.

si llega, perfecto; si no, también, porque repito, no sé cazar.