Una historia recientemente vieja... el amor en los tiempo de bipolaridad

Uno llegó tarde y el otro, temprano. No era una cita, sino la casualidad y los pocos espacios con arco iris de la ciudad que los había obligado a encontrarse una noche x, aunque el destino y la vida ya tenían acordada desde hace muchos años tal reunión.

Uno había llegado desde hace un par de horas, mientras que el otro entró después de la medianoche en medio de una corte de amigos, con carcajadas sueltas y saludando a cuanta cara conocida pasaba frente al grupo. Desde la entrada uno, el más joven, distinguió una faz, un cuerpo, una estatura –incluso podría jurar que hasta un olor- muy particulares y que sabía de memoria. El otro, el mayor, también fijo su mirada en la entrada y en medio del grupo lo vio, se apresuró a darle un trago a su cerveza, se sintió acorralado, como en una sucia trampa.

Uno, el más joven, levantó la mano con gracia para saludar. El otro, el mayor, se conformó con un ligero movimiento de cabeza y de nuevo tomo un sorbo de cerveza como si bebiera el mismo aire que necesita para sobrevivir.

La corte despejó la entrada, se perdió entre la multitud del lugar, se camufló, se desperdigó y atacaron en parejas la barra. Uno, el más joven, hizo dupla con una cara nueva, un invitado de la regular banda de amigos. Se acercaron a la barra para pedir una suprema cerveza y el otro, el más joven, una cerveza Light –también podría jurar que sigue pensando que es Light porque es baja en calorías-.

El sitio estaba rodeado y el único camino libre de la barra hacia la pista de baile era un pequeño pasillo donde estaba el otro, el mayor, con sus amigos.

“Tant pis!”, como dirían los franceses, no había escapatoria alguna, pero ¿cuál era el miedo? Todo iba perfectamente bien, no andaban y las últimas semanas que decidieron retomar contacto habían marchado bien, con perfecta calma normalidad, incluso mejor que cuando andaban.

Avanzaron por el pasillo, primero el invitado y luego el otro, el más joven; pensó que todo había pasado, que la prueba había sido superada, suspiró alivia… “Ajá, ¿ese es el “*&^*&^%&^%^&” que te anda “#$@^#” ?, preguntó con furia al oído mientras apretaba el brazo del otro, del más joven. Como pudo se libró de la garra y le susurró: No ando &*&^^%$ con nadie, es más desde el domingo no lo hago…

El domingo en cuestión había sido una noche extraña, el clima se había puesto más tropical después de una gran tormenta, soplaba un viento cálido que no hacía más que alterar olores familiares entre viejos amantes, los zancudos zumbaban buscando sangre fresca. Y ahí estaban de nuevo, tratando de conciliar el sueño, compartiendo la misma cama, en el mismo cuarto, bajo el mismo techo que encerraba cierto vapor que los obligó en lapsos a quitarse el pantalón corto, la
camisa, los calcetines… entonces quedaron de nuevo frente a frente dos cuerpos, después de tres años son tan fácilmente reconocidos que incluso con los ojos cerrados se disfrutan más. Y es que los mapas con el tiempo se hacen más claros, los caminos de placer quedan grabados en la memoria de la piel y en la boca y aunque se apague la luz las rutas no dejan de brillar.

Y así sin más preámbulo decidieron ahogar las quemaduras de la dermis, amarse sin razón, sin pensar en consecuencia de corazones rotos, de ilusiones futuras; simplemente dejarse llevar por el vapor tropical, dejarse embriagar por los humores de la piel, como en un encuentro fortuito de dos extraños muy bien conocidos.

La pista de baile estaba repleta, pero uno, el más joven, había conseguido abrirse un buen espacio que le permitía moverse, agacharse, levantarse, saltar y hasta hacer la coreografía si la ocasión lo
requería. De repente entre los beats y las vueltas sintió una mirada fría, unos ojos azules falsos observan cada movimiento.

Después de tanta vuelta, risa suelta, pasos de baile inventados al calor de la improvisación, la garganta se seca y requiere algún líquido, aún quedaba un pase para dos cervezas o un trago, pero la dupla y la solidaridad continúan, así que “irlos” por unas “birrias”.

Esta vez tampoco estaba libre el camino. Un nuevo encuentro entre la mano de uno, el mayor, y el brazo del otro, el más joven, se llevó a cabo a mitad del trayecto y continúo hasta el destino final. Cansado de arremeter uno, el mayor, contra el otro, el más joven, cambió de presa sin dejar de abrazar a su primera víctima. El amigo respetuosamente aclaró que la relación que los mantenía en el lugar y hasta el momento era amistad y que su corazón ya lo había entregado desde hace muchos años a otro miembro de la corte, pero que su ímpetu juvenil habían hecho que se borrara todo rastro de amor. Por su parte el otro, el mayor, seguía insistiendo en que amistad y sexo son compatibles y para nada excluyentes, sobre todo en espacios de arco iris. El invitado atrajo su corazón y llegó el miembro de la corte que lo tenía, y aunque se sumaba a la situación no empeoraba ni mejoraba.

Todos parecían anclados y el mesero, ajeno a la fiesta privada, tardaba con las peticiones.

El invitado decidió retirarse para no cometer un acto de violencia y tratar de suavizar los ojos azules falsos del otro, del mayor. Pero Murphy y sus leyes de que si algo sale mal puede ser peor y si es peor lo convierte en insalvable, mandó una emisaria tan ajena como el mesero. Ella llegó con toda la inocencia, saludó a uno, dos y al dirigirse al otro, al más joven, exclamó: “Te vi por la tarde en la playa”…

No había terminado de asentir con la cabeza uno, el más joven, cuando el otro, el mayor, lo tenía apretado contra la barra y lo estrellaba con furia. Se había transformado como el extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hide, sus ojos azules eran más falsos aún y ni los lentes de contacto contenían la furia acumulada que vivía mientras apretujaba los brazos del otro, del más joven, y golpeaba constantemente su espalda, la del más joven, contra las tablas. Un bombardeo de preguntas salían de su boca, la del mayor, quería nombres, quería momentos, quería detalles, quería información para poder definitivamente condenar al otro, al más joven. Quería declararlo culpable de violación a la confianza, de romper corazón, de prestar la boca a otros labios, de dejarse tocar por otras manos que no eran las de él, las del mayor.

Pero a estas alturas, dos meses después de un corte, las explicaciones sobran y más cuando las dos vidas estaban libres y sujetas únicamente a la libertad de cada uno de los individuos. Entonces pasara lo que pasara no había garantía de respuesta, ni de fidelidad, aunque posiblemente no hubiera habido nada, él, el más joven, sabía que la sentencia ya estaba pronunciada.

Uno, el más joven, se limitó a contestar en pocas palabras con lo poco que su aire interrumpido por el golpe y el susto podía: un amigo, un amigo, no tengo por qué darte explicaciones. Intentó zafarse de los potentes brazos, pero era imposible, estaba poseso y escupía veneno que lo adormecía.

Los amigos de uno, los del mayor, intentaron separarlo, pero ni siquiera ellos podían controlarlo; hasta que apareció la dueña impresionada por la situación y porque su computadora estaba a punto de caer de tanto golpe que recibía la barra. Lo asió del brazo también y lo atrajo hacia la esquina. Con indulgencia le pidió calma y le perdonó un merecido pase de “no vuelve a entrar”, pero los años de amistad y simpatía pudieron más.

Uno, el mayor, intentaba calmarse, justificarse, empezó a contar la historia y en el otro extremo de su brazo como prenda de ropa todavía apretaba otro brazo, el del más joven.

Uno, el más joven, de repente sintió otra mano en su liberado brazo, lo apretaron nuevamente y lo halaron. Se vio frente a la barra libre de cualquier amenaza con la cara de sus amigos. Suspiró y ahora más que nunca pidió con tenacidad su cerveza Light, necesitaba un trago amargo para suavizar el pasado. Sin embargo el mesero no despegaba el ojo y veía a los actores con cara trémula, impávido frente al escenario. Una sonrisa molesta de uno, del más joven, lo hizo
reaccionar y entregó el pedido con más urgencia. Se retiraron los tres de ahí después de un largo sorbo a la botella y se perdieron entre la multitud de la pista.

Como habían confabulado antes, la vida y el destino guardaban un as sobre la manga, además los granos de arena del reloj seguían cayendo, el juego no termina hasta que no suene el pito final.

La luna se cansaba y cada vez se veía más próxima a caer sobre la tierra y dejar que pasara el sol. Adentro la multitud iba decreciendo también, la corte de amigos decidió, después de tan magnífica velada en la que cada uno había pasado una especie de inolvidable mala experiencia, retirarse del lugar. Salieron como habían llegando, un poco más alegres, un poco más volátiles, un poco más aliviados de dejar todo lo malo en ese lugar.

Camino a los carros, se detuvieron frente a un mupi luminoso y se tomaron entre 4 y 5 fotografías a contra luz, con flash, sin flash, como para asegurarse de cumplir el dicho después de la oscuridad siempre hay una luz, aunque sea un montón de candelas fluorescentes dando instrucciones para evitar la gripe H1N1. El último grano estaba por caer y el réferi tenía el silbato en la boca, cuando apareció el otro, el mayor, sus ojos azules falsos demostraban lágrimas de sangre, lágrimas de dolor, de odio, de venganza.

De nuevo lo agarró de los dos brazos, con más seguridad que nunca y con una precisión lo estrelló contra el mupi.

Dos cuerpos cayeron inertes, el del mayor y el del más joven, tal vez por los vidrios que se incrustaron en las venas con mayor torrente, tal vez fue el corto circuito, tal vez fue el egoísmo, la falta de confianza, la cobardía, no saber poner límites, no pensar y actuar, quedarse callado y guardar los sentimientos… pero esas cosas no las puede detectar la autopsia.

La vida y el destino se dieron la mano y aunque ellos, el mayor y el más joven, habían llegado a diferentes horas, encontraron el mismo momento para una cita con la muerte, aunque al parecer uno –el más joven- le dio la mano primero.

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