¿Y qué nombre le pondremos...?

Cuando conocemos a alguien que nos gusta y hay correspondencia, pactamos en secreto una línea que nos une: las miradas, las palabras, las frases, las indirectas, los amigos que nos asocian, etc. Empezamos a salir, a comer, al cine juntos, incluso llegamos a dormir juntos. ¿Qué es esto? No hay nada seguro, son dos personas que se están conociendo.

Para algunos es fácil ese tipo de encuentros. Por el contrario, otros necesitamos denominarlo, llamarlo de alguna manera.

¿Ponerle nombre a la relación nos hace controlarla? ¿Será que nuestra inseguridad nos obliga a nombrar las cosas para sentirnos bajo control?

Se dice que el nombre define a los objetos, en la medida que conocemos los nombres de todo lo que nos rodea aumenta nuestro conocimiento sobre la realidad. Nos sentimos seguros, un ejemplo burdo sería que queremos pintar nuestro cuarto de azul, pero no cualquier azul, queremos uno cielo, navy o bandera. Tenemos más posibilidades de escoger, de saber qué estamos haciendo.

Sin embargo, con los seres humanos y las relaciones no sucede lo mismo. No todos buscamos lo mismo, entonces ponerle nombre a una relación es difícil en ese caso, lo que para mí puede ser inicio de noviazgo, para la otra persona es un acercamiento, pasar el rato.

¿Es bueno preguntarnos qué tenemos?

Así con las cartas sobre la mesa es más fácil decidir qué quiero y no dejar tácito los términos del contrato, lo que cada uno en la relación espera del otro.

Las leyes de conveniencia no deben ser rotas, si de pronto exigimos algo que no estaba en el contrato previo, la relación se rompe definitivamente; pero tampoco tenemos que conformarnos con el contrato, si buscamos algo más y esta persona no quiere evolucionar, es momento de leer las letras pequeñas e invalidar el trato.


2005

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